Cuánto tiempo llevaba tranquila la tormenta. El sol parecía haberse adueñado de todo: El trabajo, la salud, el tiempo... un pequeño nubarrón se mantenía en el cielo, pero poco podía hacer con tremendo anticiclón.
Y, de repente, después de tantos días, semanas, meses... vuelve la lluvia. Esa lluvía que inunda todo de soledad y tristeza. El ruido de las gotas contra el suelo, el dolor en las articulaciones, el frío en el alma, todo junto hace caducar ese periodo de tranquilidad que el sol y el calor había forjado.
Ya se me había olvidado que el clima, como todo en la vida, viene y va. Momentos de alegría, calor, luz... dejan pasar a momentos grises, solitarios, fríos y tristes. Intento aferrarme a los últimos rayos de sol... pero, así como su melena rubia, esos rayos se escurren entre mis dedos.
No se vivir en invierno, con el frío, la soledad y la tristeza. Nunca he sabido. Siempre he buscado el abrazo cálido y esa sonrisa que arroja el sol, templando mi a veces apagada alma. Agarrar con mis manos y no soltar, aunque se que es inevitable. El sol no se deja agarrar. Como una gota caída en el desierto, brilla y desaparece.
Y cada día necesito más el calor y ese cielo azul. No quiero volver a ver tormentas, niebla, rocío ni sentir el viento helado en mi pecho. Ya he vivido todos los inviernos que mi cuerpo puede resistir. No quiero ninguno más.
Cansado y destemplado me acurruco en este sofá, como hacía en aquellos largos inviernos del norte. Miro por la ventana las gotas caer, y deposito toda mi confianza en que, como siempre digo "siempre que llueve, descampa".